PARTE I:
Era Navidad. No una Navidad cualquiera, sino la que lo cambió todo. En plena adolescencia, con tan sólo 15 años, a Estela le empezó a crecer un extraño bulto en el cuello que llegó a alcanzar el tamaño de un puño. Le diagnosticaron un Linfoma de Hodgkin, pero sin operar, no podían saber si benigno o maligno. Y aunque al final todo salió bien, lo que ella no sabía era el periplo en el que estaba a punto de embarcarse. Que debido al tumor perdería parte de la tiroides y que, sin donaciones de sangre, no habría podido sobrevivir a la operación ni recibir los tratamientos de quimioterapia. Ahora, con 28 años, toda esa experiencia puede parecer lejana, pero ella la recuerda como si no hubiese transcurrido tanto tiempo.
El paso por el quirófano fue más complicado de lo que Estela y su familia habían esperado. El tamaño del tumor dificultaba todo el proceso, que en circunstancias normales se habría resuelto con una punción; sin embargo, hacía falta abrir y el cuello es una zona delicada. Se toca la garganta y señala el lugar en el que tenía el linfoma. “Perdí muchísima sangre y además me tuvieron que extirpar parte de la tiroides. Me empezaron a hacer transfusiones con las bolsas que tenían preparadas, pero debido al sangrado, tuvieron que ir a buscar más. Mis padres me contaron que casi me muero. Que de no ser porque había reservas de sangre, no habría salido viva de la sala de operaciones”, explica.
Para Estela, las transfusiones no habían hecho más que empezar, pues ahora los médicos sabían que iba a necesitar quimioterapia. Cada 15 días recibía una sesión, así hasta llegar a las 16. Durante el proceso, sólo podía comer papillas, pures y dormir medio incorporada, ya que el tumor interfería en la respiración. Poco a poco el linfoma se fue haciendo más pequeño, hasta que prácticamente desapareció. Estela volvía a ser una adolescente que iba al instituto y que salía con sus amigos.
“En momentos así tienes una cierta manía a que salga algo más, así que yo me tocaba el cuello en busca de algún bulto. Hasta a que pasado dos meses encontré uno. Vieron que era lo mismo y decidieron reanudar la quimioterapia. Fueron unas 16 sesiones más y desapareció de nuevo. Pasaron unos 6 o 7 meses hasta que me volvió a salir. Fue en ese momento en el que decidieron hacerme el trasplante de médula y tuve suerte de que podían utilizar la mía. Me hicieron aféresis durante una semana, me congelaron las células madre y me dieron quimio fuerte. Pasados 3 meses me hicieron el trasplante. Yo llevaba 15 días en aislados y tuve que estar todavía 15 días más”, cuenta ella.
🖋 Andreu Vidal Bustamante
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